El ladrón

08/09/2019 Desactivado Por admin

Caminaba de puntillas, con sigilo, no había podido evitar volver a su casa y no quería que los vecinos escucharan ruido alguno.

Sacó todo lo necesario del armario de su habitación y se encerró en el cuarto de baño, asegurando que la puerta quedaba cerrada tras él, como si alguien fuese capaz de verle si la dejaba abierta. Durante más de media hora, delante del espejo, intentó ser otro; no paró hasta no reconocerse a sí mismo.

Con aquel disfraz salió al amparo de la oscura noche sin luna, moviéndose con rapidez entre edificios y farolas que proyectaban desganadas su exigua y amarillenta luz. Horas antes, en una cafetería, mientras mareaba un café removiéndolo nervioso con la cucharilla, escuchaba en el televisor que la policía había averiguado quién era el ladrón de joyas. En aquel mismo instante se alegró de haber pagado el café cuando se lo sirvieron y, sin apenas respirar, salió de aquel lugar como alma que se lleva el diablo.

En eso pensaba mientras huía, en el diablo, en la vida que había elegido o a la que le había empujado el destino. Recordaba, impaciente por encontrar un escondite, los robos precedentes. Nunca había fallado, nunca. Sus planes siempre habían sido perfectos, tanto que a veces le parecía imposible que todo aquello saliera de su cabeza. Pero en aquel robo… no había contado con aquello.

Se escondió en las tinieblas de un portal al escuchar el rugido de un motor acercándose. Debía pensar rápido, tenía que encontrar la manera de salir de la ciudad, tal vez del país.

Aún era de noche cuando entró en el servicio de aquella gasolinera a las afueras, debía comprobar que efectivamente su disfraz le haría irreconocible. Se asomó al sucio espejo y revisó los elementos, la peluca estaba en su sitio, se sorprendió al notar que el nuevo color de sus ojos parecía natural, recorrió con su dedo índice aquella nariz y labios prestados y extendió una manchita de maquillaje que le había quedado en la barbilla. Decidió utilizar las gafas de pasta negra, le vendrían bien.

Salió de la gasolinera tras comprar algunos comestibles en la tienda y se adentró en el campo. Había pensado llegar a pie al pueblo más cercano y desde allí viajar hacia el norte.

Anduvo entre campos de cultivo hasta encontrar un viejo silo de ladrillo abandonado, necesitaba descansar, su mente comenzaba a divagar y necesitaba estar fresco para pensar en su huída.

Durante días vagó de pueblo en pueblo, durmiendo en hostales. Cada noche se deshacía de su máscara y a primera hora de la mañana volvía a transformarse para intentar pasar desapercibido.

Se sintió liberado y a salvo cuando llegó al mar del norte. Decidió descansar unos días y después continuar su andadura en barco. Con aquel diamante en su poder y consiguiendo un buen precio en el mercado negro, tendría suficiente para rehacer su vida en cualquier parte del mundo. Aquel era el primer día de su nueva vida, la sentía a la vuelta de la esquina.

Se quedó dormido mientras sonreía, satisfecho por el trabajo realizado. En cierto modo le resultaba interesante ser ladrón, pero se hacía viejo. Durante un momento su semblante oscureció, recordó aquella maldita cámara del cajero en la que no había caído, sentía un acentuado sopor mientras recordaba las imágenes del noticiero en las que se le veía llegar a la joyería a cara descubierta, un par de minutos antes de su robo. Recordó su coche abandonado en mitad de una calle cualquiera, suspiró y se quedó dormido.

De pronto se despertó sobresaltado, no podía respirar. Con los ojos como platos observó que un policía se retiraba de su lado, con el brazo alargado hacia él aún, mientras se carcajeaba. Antes si quiera de haber comprendido la situación ya notaba como los grilletes apretaban sus muñecas en un rápido movimiento de otro policía.

Su futuro en otro país se difuminaba ante él, dando paso a la tenebrosa celda que le esperaba en la cárcel.